Entre Flores y Dragones. Parte II

A veces la palabra no alcanza. Se queda corta o se pasa. O no se entiende, se tergirversa. La palabra puede engañarte, hacerte creer en lo irrepetible del suceso, como los recuerdos que se nutren de lo padecido y no de aquello que fue. La realidad, tan cambiante, personal, difuminándose en el tiempo y en el espacio. La palabra mientras tanto, reinventándose alocada con cada nacimiento, cada si quiero, cada brizna de cabello plateado. Aturullándolo todo aún más. Aunque bendito caos. Donde unos ven contaminación y miseria relativista, otros aprecian la belleza de lo complementario. La polémica está servida hasta que el hombre abandone este terruño sideral me temo. La extraña pareja: la emoción atávica, densa, inundada. La palabra seca, astuta, afilada. Condenadas a repudiarse y a entenderse; A fin de cuentas, no tenemos mejor forma de transmitir lo que sentimos que el lenguaje, verbal o no, que nuestros cuerpos expelen al ancho mundo. El miedo escénico aparece cada vez que el narrador se aventura en el vasto entorno de describir lo irreproducible. El pasado acontece un instante después de lo vivido, y ya caduco, no permite otra posibilidad que exhumarlo a posteriori con la mejor de las pericias con las que uno haya sido bendecido. Seguramente os parezca una excusa barata (y quizá lo sea), pero lo anterior me ha venido en mente cuando he tratado de resumir la amalgama de sensaciones que experimento cuando buceo. Se combina una actividad física en que alejamos a nuestro cuerpo de su cómoda actividad metábolica basal cotidiana, con el fluir retroalimentado del placer que vamos segregando ante la fascinación o el asombro de lo que vemos. Encima todo esto se produce en un ámbito, el subacuático, que nos es totalmente extraño, hostil, muy anterior a nosotros y a nuestro sobrevalorado bipedismo. Cada uno lo percibe de una manera distinta. Supongo que por analogía debe ser algo parecido a lo que dicen que experimentan los que meditan o hacen yoga. O los que suben una montaña, atraviesan un bosque calideoscópico, echan un polvo brutal o se extasian ante una obra de arte. Los cimientos se derriten, se cuestionan los dogmas. A fin de cuentas no es más que otra manera de zarandear nuestra fisiología, de obligarnos a restaurar los extremos pelados de nuestras conexiones más profundas con nosotros mismos, con la naturaleza, con la belleza que nos rodea, esa de la que tantas veces renegamos, muchas veces por ignorancia, saturados como estamos de tanta caloría vacía, fofos apretones de mano, rostros corrompidos, calderilla.

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Los comienzos por supuesto, no suelen responder a esta llamada desesperada de cambio y evasión. La cosa suele ser más modesta. Mucha gente se introduce en este mundo por casualidad, siguiendo la recomendación de algún conocido, o simplemente porque creció soñando con los estallidos de coral o las formas marinas inverosímiles que pululaban por los documentales de Costeau. En mi caso, más cercano por origen y raíz a la chicharra que al bogavante, el respirar debajo del agua y pensar que podría disfrutar de ello era algo tan ajeno que ni siquiera me lo planteaba. Indiferencia total. Pero como casi todo en esta vida, el cambio de habitat reorientó mis preferencias, dilatando mi querencia por la vida submarina, expandiendo el deseo húmedo. Tuve la suerte de aterrizar en la costa almeriense, que me acogió en su fascinante campo de pruebas. Entre praderas de posidonia, jibias miméticas y desafiantes morenas, le fuí cogiendo el gustillo a esto de sentirse un espía en el paraíso, un convidado de piedra en un mundo que no es el nuestro, pero que nos permite disfrutarlo sin apenas pedir nada a cambio. Al principio todo son fobias (miedo a perder la flotabilidad, a esfumarte en medio de la inmensidad azul que te rodea, a que el regulador o la botella de aire peten por algún lado, o a que venga algún bicho y te meriende). Como los culos, cada buceador tiene su némesis acuático particular. Poco a poco, inmersión tras inmersión, uno va perdiendo la rigidez, el cuerpo se relaja y aprendes a controlar la respiración, a moverte suavemente. Aquí las leyes físicas no nos obedecen, todo parece rodado a cámara lenta, siempre hay un ruido sordo de fondo que acompaña a tus pensamientos, como un mantra. Un día, sin saber muy bien como, te sientes fluir, al principio tímidamente, luego más intrépido, y empiezas a gozar con lo que ves, con lo que sientes. Sales del agua commocionado, la euforia catalizada por la narcosis de nitrógeno, el bombeo adrenalítico de lo experimentado es brutal. Quieres más. Y así es como te transformas. Otro que abraza este submundo y a sus criaturas. Hay gente que va más allá, y hacen de esta afición su vida, incluso llegando a trabajar de ello. Otros, mas humildes y diversificadores, nos conformamos con pegarnos un chute de vez en cuando.

Pez Napoleón. Komodo. Fuente: http://www.floresdivingcentre.net

Pez Napoleón. Komodo. Fuente: http://www.floresdivingcentre.net

Como digo, la mezcla de sensaciones en el buceo es apabullante: Uno se sabe rodeado de compañeros, instructores, fauna y paisajes increibles; Pero por otro lado la sensación de soledad y recogimiento es acentuada. La comunicación es escueta y hay tiempo de sobra para dejarse llevar por la nada, solos tú y el resto del mundo, palpando el jadeo opaco de tu aliento, absorbiendo todo lo que tus sentidos abarcan.
La conexión con la naturaleza es fundamental. Siempre hay algo que contemplar, pero el deseo de lo que potencialmente podrías ver es incluso más fuerte que el placer mismo de verlo. Es lo que te obliga a lanzarte al agua de nuevo, por si acaso hay suerte esa vez. Los animales aquí no rehuyen del hombre y eso facilita mucho las cosas, no nos perciben como algo dañino y nos tratan como meros objetos a la deriva, siguen con su quehacer diario. Son momentos de cruda belleza salvaje, instantes en que uno ya no se siente parte de si mismo. El ego desaparece, el hombre que pisa y humilla ya no es tal, se disuelve en medio de la inmensidad.
El buceo tiene un componente social entrañable. Dejando de lado el postureo de aquel que busca vampirizar a los demás con sus propias conquistas, el compañerismo es notable y apreciado. Después de cada inmersión se relatan los momentos cumbres, se cuentan anéctodas pasadas, se dan recomendaciones, se previene de peligros, se escucha al experimentado, se enseña al ávido de conocimientos. Antes de Internet, de las computadoras, antes de los libros incluso, la gente aprendía de esta forma, sentados en torno a un corro, escuchando historias, compartiendo experiencias. Nuestra mente lo agradece, sentimos placer porque es lo natural para ella. Llevamos 2,5 millones de años de existencia como humanos, hace tan solo 9000 que nos hicimos sedentarios y empezamos a dominar la agricultura, a comunicarnos a través de la escritura. No hace ni medio siglo que apareció Internet. No deberíamos olvidar esta sencilla línea de tiempo. Explica muchas de las frustaciones y contradicciones del hombre moderno.
Tampoco es un mundo idílico. Hay individuos que solo buscan el torso bronceado, el Guiness de profundidad, hacer una cruz en la lista de lugares imprescindibles que sacó de esa página web de tendencias. Con la explosión de las redes sociales, ese ansia de notoriedad crónica y atormentada no ha hecho sino reforzarse. También está pasando en la escalada, en el montañismo, en el mundo de los mochileros, en el surf. La sociedad se desmelena en su afán por ser alguien, alejarse de la media, ser el listo del rebaño, y nada se salva de la quema. Pero aún hay toneladas de pureza. Hay emoción y brillo en los ojos. Dos hombres desconocidos hasta hacía dos horas, abrazados llorando por haber nadado junto a un tiburón ballena del tamaño de un microbús. Gente sincera, que aman la naturaleza, que disfrutan con su trabajo, que intentan concienciar a los demás sobre lo infravalorado que está nuestro planeta, y que merece la pena conservarlo porque si, por el placer de hacerlo, sin motivos economicistas que lo perviertan todo. Porque no hay otro sitio como éste.

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Isla de Rinca

Yo que nunca me he remojado en aguas tropicales, no podría haber elegido mejor sitio para desvirgarme. Como comentaba en el capítulo anterior, en el archipiélago de Komodo se dan unas condiciones ecológicas idóneas (temperatura, visibilidad, aguas profundas ricas en alimento, convección de corrientes marinas) que hacen de este sitio un paraíso del submarinismo y la biodiversidad. Se calcula que el 76% de las especies conocidas de coral del mundo se encuentran en esta región, 6 de las 7 especies de tortugas marinas que existen y más de 3000 especies de peces. Recientemente el archipiélago, Parque Nacional y Reserva de la Biosfera de la UNESCO, fue declarado una de las siete maravillas naturales del mundo, y poco a poco el sitio se va llenando de turistas y mochileros que buscan no sólo codearse con el mayor lagarto del mundo, sino poder disfrutar de sus increibles fondos. Yo tuve la suerte de ir en temporada baja y pude evitar la pérdida de magia que precede a la muchedumbre. En Febrero-Marzo todavía llueve, pero la visibilidad comienza a ser buena, así que es una buena oportunidad para alejarse del mundanal ruido. Los locales son conscientes del ingreso económico que supone el turismo para una región como ésta: restaurantes, alojamientos, centros de buceo y excursiones guiadas florecen en medio del caos simpático y rural de Labuan Bajo. Lo mejor que uno puede hacer si no lleva nada reservado en darse un paseo por la calle principal de esta ciudad y consultar la variada oferta. Es lo que hice yo, y después de preguntar en tres sitios que no me hicieron demasiada gracia, me topé con el Flores Diving Centre, la franca sonrisa de Michele y la profesionalidad y alegría contagiosa de Chiara, dos de los fundadores originales de este centro. Y la verdad que no pude tener mejores guías para iniciarme en estas aguas. Flores Diving Centre comenzó su andadura relativamente hace poco tiempo (2013, si la memoria no me falla), de la mano de cuatro socios, italianos todos, y en menos de dos años ha conseguido situarse como uno de los centros de buceo de referencia en la región. El trato es exquisito y la simpatía, sencillez y calidez de todo su equipo están garantizadas. Flores Diving Centre también provee de alojamiento para sus clientes a un precio muy razonable. Limpio, sencillo y decorado con buen gusto. Tambien organizan trekkings por las islas para ver los famosos dragones e imparten cursos de buceo de varios niveles y categorías. Yo no puedo sino recomendarlos encarecidamente  porque me trataron de maravilla e hicieron de mi estancia allí algo inolvidable. Michele, sabio conocedor de su negocio, me propuso hacer una primera serie de dos inmersiones en sitios sencillos, sin peligro (recordemos que Komodo es famoso por sus corrientes, y que yo soy un marinero de agua dulce tan sólo versado en las tranquilas calas de la bahía de Almería) y un paseo posterior por la cercana isla de Rinca para ver a los dragones. Si lo disfrutaba y me veía capaz, podría hacer alguna inmersión más arriesgada al día siguiente, sonreía astuto. Por supuesto, jugaba con ventaja: sabía perfectamente que querría repetir después de sumergirme por primera vez.

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Parte de las instalaciones del Flores Diving Centre. ¡Gente de calidad!

Cerré el trato con Michele y me dispuse a dar una vuelta por la ciudad. Labuan Bajo se compone de una calle principal que se arremolina descuidada en torno a una línea de costa accidentada y su puerto, amén de un conjunto de casas diseminadas en torno a las colinas circundantes que caen abruptas sobre la bahía. Los edificios, la gente, los vehículos, las cientos de motos: todo respira color y alegría, aunque también el ruido y la suciedad campan a sus anchas, como toda ciudad Indonesia que se precie. Aparte de la comida local, hay un par de trattorias donde poder atiborrarse de vera cucina italiana (a vero precio europeo eso si) y poco más que ver. Labuan Bajo está para descansar entre excursiones y trasegar una cerveza Bintan tras otra mientras se trazan planes, se intercambia información y se charla amigablemente con quien tengas al lado. El tesoro aquí son sus habitantes, observar sus quehaceres cotidianos, pasear sin rumbo fijo o alquilar un ciclomotor por unas rupias y darse un paseo por los alrededores.

La calle principal de Labuan Bajo

La calle principal de Labuan Bajo

Un punto en contra del submarinismo para los que nos gusta arrebujarnos en la cama es que hay que levantarse muy temprano, sobre todo en el trópico donde a partir de las siete de la mañana el sol ya empieza a inundarlo todo y la noche se cierne puntualmente doce horas después. En ese aspecto uno se acostumbra pronto, no hay que calentarse la cabeza con cambios de hora, ni todos esos hábitos estacionales de los que vivimos en regiones templadas. 12 horas de luz. 12 de noche. Y así todo el año. El barco que nos llevaría a Rinca y a los puntos de inmersión ese día está ya esperándonos en el muelle. Recién pintado, de tonos apacibles, que invitan a la calma y la contemplación, casa perfectamente con el paisaje que empieza a desperezarse a esa hora. Nuestro monitor se llama Vincent, un simpático instructor de aspecto melanésico. En Flores las razas comienzan a cambiar y uno encuentra mucha gente que tiene más en común con los aborígenes Australianos o de Nueva Guinea que con la población Indo-Malaya de Java, Bali o Sumatra.

El capitán y su tripulación

El capitán y su tripulación

Cuatro turistas, nuestro instructor Vincent, el capitán del barco y dos muchachos que conforman su tripulación. El trayecto hacia el primer punto dura alrededor de una hora, unos aprovechan para dormir en cubierta, otros oteamos el horizonte azulado, que centellea hasta confundirse con el mar turquesa. Varios barcos con turistas se cruzan en nuestro camino, algún pescador. La mayoria de las islas que vamos dejando a los lados parecen deshabitadas, el verdor de la hierba costera y la blancura de la arena hieren los ojos. Un árbol se alza irreal en medio de una playa desierta. Colores puros, sin contaminación de ningún tipo. Nubes deshilachadas dan pinceladas en medio de un cielo inabarcable. Huele a yodo y a salitre. Me quedo dormido, plácidamente acunado por el balanceo del barco.
Me despierta uno de los miembros de la tripulación, un chaval con un pantalón vaquero lleno de agujeros (producidos por el trabajo, no por la moda) que no llegará a los quince años. Ojos negros incansables y sonrisa blanca, espléndida. Vincent ofrece una pequeña introducción a lo que veremos. Es un arrecife que se extiende suavemente en torno a un pequeño islote. Poca o ninguna corriente, el mismo islote hace de parapeto. Un lugar perfecto para iniciar a neófitos como nosotros. Ninguno de los otros participantes (tres chicas: una pareja hispano-alemana y Becky, una Real New Yorker que trabaja en Broadway como costurera) tienen mucha experiencia. Becky por ejemplo se acaba de sacar el título de buceo hace pocos días en las cercanas islas Gili. Los preparativos siempre me ponen nervioso. Como suelo pasar largos periodos de secano entre inmersiones, siempre tiendo a creer que lo he olvidado todo y en el primer contacto con el regulador, el chaleco y la botella, la ansiedad me seca la boca. Pero Vincent sonríe, se nota que tiene experiencia con principiantes, paciente atiende todas mis preguntas, alivia mis miedos y me prepara mentalmente para el salto. Los chicos de la tripulación me ayudan con el cinturón de lastre, me coloco las gafas, aletas, me siento pesado, torpe. En el submarinismo hay dos posibles vías de penetrar en el punto elegido: o bien entrar andando desde la orilla, o arrojándose desde la borda de una embarcación. No puedo evitar pensar que si el chaleco no se infla bien puedo irme al fondo como un pez de plomo, así que en el impulso previo la sensación de vértigo e incertidumbre es notoria, a pesar de que entre la superficie del agua y el pequeño saliente desde el que saltamos no habrá más de dos metros.

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Por si acaso, tengamos localizados los salvavidas.

El primer contacto con el agua es como una descarga eléctrica, siento la caricia del mar que me refresca. Regulador en la boca y cabeza bajo el agua. Comenzamos a descender lentamente, al lado de mi compañera (en el buceo como en la vida, te obligan a ir en pareja), que intento no perder de vista. Poco a poco un mundo en tres dimensiones se abre ante mis ojos. En tierra, la ley de la gravedad nos obliga a mirar siempre en línea recta cuando paseamos, pero aquí el movimiento es libre, flotas ingrávido, te desplazas amortiguado por el rozamiento del agua hacía donde te apetezca. Mi primer arrecife de coral. Que maravilla. Como decía al principio, es casi imposible describir algo así con palabras. Capas y más capas de colores se superponen, tantas formas, tanta novedad, que el cerebro dificilmente puede procesarlas. Un banco de peces del tamaño de un gato se desplaza a toda velocidad, peces mariposa de etiqueta, anénomas guardadas por peces payaso, meros y rayas vestidos de lunares, peces león engalanados como los actores de una ópera china, cientos de seres vivos me rodean, atraviesan mi campo de visión como destellos de luces en medio de la noche. Y los corales. Duros como rocas. Otros más ligeros, algunos como hechos de gelatina. Son los creadores de este ecosistema. Los arquitectos que dan forma y sentido a todo lo que estamos viendo. La luz se filtra a través de los intersticios que forma la estructura calcárea mientras seguimos bajando. De pronto al fondo, una tortuga marina, paciendo como si fuera una vaca. Nos observa indiferente y sigue comiendo tan tranquila. La tengo a menos de dos metros. Estoy emocionado. Las escamas de su caparazón reflejan un verde tornasolado que solo la paleta de la naturaleza sabe aplicar. Tiene cara de sabia, de mujer paciente, de viajera incansable. Nómadas antes de que nadie supiera que es eso, viajan a través del océano, cientos de miles de kilómetros, durante toda su vida. Viejas como el mundo, el carbono que forma nuestra carne impregnaba ya los huesos de sus antepasados cuando nosotros no eramos ni siquiera un proyecto de mamífero. Dirige su mirada hacia donde estamos de nuevo y se aleja grácil, a pesar de su contundencia y tamaño.

Tortuga marina. Komodo.  Fuente: http://www.floresdivingcentre.net/

Tortuga marina. Komodo.
Fuente: http://www.floresdivingcentre.net/

Salimos del agua extasiados. Becky está entusiasmada, nada que ver con las Gili, me dice, donde el coral está muy degradado. Todos reímos como niños y nuestro monitor nos pone los dientes largos: – la siguiente inmersión será todavía mejor – afirma cómplice. Una pared que cae vertiginosamente, formando una especie de cañón submarino cuyo fondo desaparece insondable en medio del intenso azul. La tripulación está encantada, disfrutan viéndonos disfrutar. Vincent nos cuenta que lentamente, los locales empiezan a sentirse orgullosos de su patrimonio, a valorar todo lo que tienen. Han tenido que venir gente e ingresos de fuera para que se den cuenta de las maravillas que atesoran, continúa relatando, hipnotizados como están con las bondandes de la vida occidental que vomitan las televisiones día y noche. La mentira capitalista de que la gente abandona las zonas rurales porque quieren. Por lo pronto muchos niños ya no sueñan con irse a la ciudad.
La comida es sencilla, noodles con pollo y verduras. Devoro mi tartera. Bebo un te con abundante azúcar. Todo sabe delicioso.
El mar bulle de vida debajo nuestra. Me siento bien. Con el mundo. Conmigo mismo.

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